Alejandro Finisterre fue herido durante uno de los bombardeos de Madrid durante la Guerra Civil Española, logró ser rescatado y fue evacuado a Valencia desde donde se le traslado a un hospital de sangre instalado por la Generalitat de Cataluña
Finisterre tenía entonces 17 años, y la suficiente capacidad de iniciativa como para aportar su granito de arena. En un principio, de manera muy modesta: se limitaba a pasarle las partituras a una enfermera que tocaba el piano, y de la que andaba enamoriscado. Pero como le daba mucha vergüenza estar allí cambiando hojas delante de todos en las veladas artísticas que organizaban, pensó en comprar un pasa hojas mecánico en su próxima visita a Barcelona. Para su sorpresa, tal aparato no existía y tomo la decisión de inventarlo. Convenció a un carpintero de Monistrol para que fabricara un prototipo que él mismo diseñó, y se dispuso a probarlo en uno de esos conciertos. Todo el mundo asisto con gran expectación, no tanto por la música como para ver como cumplía su misión aquel artefacto que accionaba unas pinzas móviles mediante un pedal de pie. Funcionó. Tan bien funcionó que en 1948 vio en un escaparate de Paris un pasa hojas idéntico. Se puso en contacto con el fabricante y, mediante la asesoría jurídica de la Asociación Internacional de Refugiados logró que le pagaran una cifra respetable, que le permitiría viajar a América e instalarse en Ecuador, donde fundaría la revista de poesía Ecuador 0º 0'0'', que editaba en Londres Waterlow & Sons.
Pero no adelantemos acontecimientos: nos encontramos en la España de 1937, y el joven Finisterre esta en plena fiebre inventora, con la complicidad de un hábil carpintero de Monistrol. Es entonces cuando el encargado de la colonia le encomienda el cuidado de los niños, y organiza la escuela según las pedagogías anarquista de Ferrer Guardia. Pronto se da cuenta de que a los niños les interesa más el fútbol que el esperanto. Cuando hacia buen tiempo no había problema de jugar al aire libre, pero cuando llovía solo podían hacerlo en los salones del Hotel Marcet y allí lo rompían todo, estaba ante un reto digno sucesor del pasa hojas mecánico.
Coincidió con una racha de reivindicación de los juguetes. En un principio la guerra dejo a todos los niños sin ellos, ya que sus artesanos y materias primas habían sido desviados a las actividades bélicas y algunas de las fábricas mas renombradas, como las de Paya, tuvieron que dedicarse a producir espoletas y municiones. Otro de los problemas añadidos en le bando leal era sustituir una fiesta tan arraigada como los Reyes Magos por otra de contenido republicano. Pero a la larga se comprobó que ni siquiera que una guerra podía hacerse sin juguetes y en el año 1937 se empezaron a recuperar. Pocos eran específicamente bélicos, a excepción de un miliciano que levantaba el puño, aunque si proliferaron los recortables, algunos tan espectaculares como "Diorama de la Batalla de Madrid".
En estas circunstancias inventó Finisterre el futbolín y fabricó con su amigo el carpintero el primer modelo, y lo patentó en Barcelona. En él, los futbolistas eran de madera de Boj y la bola de corcho aglomerado. Aquello fue mano de Santo: La chiquillada se volcó sobre el nuevo juguete, dejó de romper cosas y hasta los niños mutilados, podían participar y, a menudo ganar.
Cuando se instaló en Guatemala en 1952 tras su aludido viaje a América, Finisterre perfeccionó el futbolín hasta lograr una autentica obra de arte, con barras telescópicas de acero Sueco y mesa de caoba de Santa Maria, la mas fina del mundo.
Pero cuando el futbolín ya empezaba a venderse bien en Centroamérica, Castillo Armas invadió Guatemala y Finisterre tuvo que huir por su militancia izquierdista y la competencia que hacia el negocio al monopolio estatal de maquinas tragaperras. Las mismas dificultades encontró en otros países: el futbolín pudo ser un gran negocio en Estados Unidos, pero para ello habría que haber tenido que llegar a acuerdos con la mafia. En cuanto a México, donde se instalo en 1956, fue pirateado de inmediato sin posibilidad de control de royalties, por lo que decidió dedicarse a la edición de libros de arte y la obra de los exiliados.
Fue así como empezó a publicar a León Felipe, a quien había reencontrado allí. Y cuando regreso a España en los años 60 se encontró con la sorpresa de que el país estaba lleno de futbolines. Aunque él no sabia que por entonces, su prototipo de la colonia Puig había conocido una fulminante expansión en plena guerra civil, y los fabricantes Valencianos lo habían convertido en la posguerra en el juego nacional por excelencia. Su invento, que había nacido en un hospital de sangre y en otros países se utilizaría para que los niños recuperasen reflejos y movimientos, se jugaba en la España del gol de Marcelino a Rusia con una contundencia que rayaba ensañamiento.
Finisterre no pudo por menos de asombrarse de la transformación sufrida por algo que el había concebido como algo lleno de matices a base de jugadores de madera y una pelota de corcho y que aquí habíamos convertido en un intercambio de trancazos entre dos bandos de futbolistas de plomo y balones de marmolina. Quizás empezó a entenderlo todo mejor cuando recibió aquella citación del Tribunal del Orden Publico que le recordaba que no en vano había transcurrido una guerra. Se supone que era difícil ejecutar con delicadeza algo que, después de todo, era hijo de aquel conflicto, y cuyos jugadores (fundidos en un metal que había segado la vida de mas de un Español) algo tenían de soldaditos de plomo que pateaban aquellas bolas compactas como balas de cañón.
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