Hoy quiero rendir homenaje a una persona que ya no se encuentra entre nosotros. Sé que su alma está en el cielo, porque para personas como ella tiene que haber algo más allá de esta vida; personas como ella, de las que ya quedan pocas, merecen un paraíso.
Se trata de Batú, una mujer humilde, musulmana, mayor, trabajadora y santa a quien yo llamaba Bachú y que se encargó durante muchos años de las labores del hogar en mi casa. Al principio venía sólo una vez o dos a la semana, por las tardes, pero al poco tiempo empezó a venir los 5 días laborables, desde las 9 de la mañana hasta las 4 o 5 de la tarde. Venía en autobús desde el lejano barrio del príncipe, donde viven la mayoría de los musulmanes de Ciudad-pueblo
en bloques de edificios todos iguales. Su casa estaba en uno de esos bloques, pintado de un color amarillo sucio. Sólo entré una vez en ella y lo que me encontré fue una casa pequeña en la que vivía mucha gente: Bachú (para mí siempre ha sido Bachú, me cuesta llamarla por su nombre real), su marido, enfermo de diabetes y que murió poco antes que ella, y sus hijas, de las cuales solo recuerdo a una llamada Turía.
Como decía, Bachú se encargaba de las labores del hogar, que vienen a ser limpiar a fondo, sacar el polvo, fregar, lavar y planchar la ropa, recoger la pocilga que era mi habitación todos los días, saber cuales de las prendas en el suelo estaban sucias y cuales no, y hacer las comidas. Todo eso en pocas horas. También se empeñaba, aunque le pedíamos que no lo hiciese, en prepararnos el café y servírnoslo en el salón después de comer. Era una mujer muy trabajadora, que nunca faltó un día a casa sin avisar antes. Incluso cuando la atropellaron con una camioneta, lo primero que hizo al salir del post-operatorio que casi acaba con ella (y que le dejó el estómago fastidiado de por vida) fue llamar a mi madre para disculparse por no haber ido a casa en los últimos dos días.
Poco a poco, se fue haciendo imprescindible para la casa. Los fines de semana, que no venía, aquello se convertía en una locura, nada funcionaba bien y nadie sabía donde estaba nada. Bachú era, sin lugar a dudas la verdadera jefa de la casa, la pieza fundamental del engranaje que hacía que todo funcionas, como por arte de magia, perfectamente. Además, era simpática a más no poder y cariñosa, muy cariñosa. Siempre me daba dos besos cuando entraba por la puerta y recuerdo con cariño mis cortas conversaciones con ella sobre su familia o sobre el colegio. También era paciente; una vez llegué una mañana con un compañero que pisó todo el suelo que ella acababa de fregar y, cuando ella le dijo algo de que tuvieses cuidad, el le replicó "pues lo vuelves a fregar". Aquella conversación acabó en eses momento y ella esperó a que nos fuésemos para volver a fregarlo. Nunca dijo nada a mi madre de aquel incidente.
Su mayor ilusión era ir a la Meca (lugar de peregrinación que todos los musulmanes deben pisar, al menos, una vez en la vida y la vuelta del cual pueden vestir de blanco, que es su color sagrado y de luto) y pasó muchos años ahorrando para poder ir. Con un poco de ayuda económica de mi madre consiguió ir un verano. Era la primera vez que viajaba más lejos de su pueblo natal en Marruecos (a pocos minutos de Ciudad-pueblo) o de Cádiz, a donde la trasladaban de vez en cuando los médicos para ayudarla con su estómago herido y canceroso. Cuando volvió estaba radiante. Una sonrisa cubría su cara y su chilaba (la ropa típica musulmana, esa que parece una túnica) blanca relucía como si se tratase de una santa. Y sin duda, era una santa.
Sin embargo, esa felicidad no duró mucho más. Un año después, aproximadamente, murió su marido, por el que ya había sufrido bastante pues la diabetes hacía mucho que le había afectado al cerebro, y otro año después moría ella debido al cáncer de estómago que había desarrollado con posterioridad a su accidente con la furgoneta. Aún en sus últimos días, prácticamente obligaba a su hija a venir a nuestra casa para ocuparse de sus labores, porque sin alguien que nos ayudase estábamos perdidos.
Al menos, según los médicos, murió en paz y no sufrió mucho. Era la segunda persona que se me moría, después de mi bisabuela Pepa (nunca me he enterado bien de si era la madre o la hermana de mi abuela, pero para mí siempre será la abuelita Pepita). Era la segunda mujer que quise como se quiere a las abuelas y a las personas mayores mucho más sabias de lo que parecen. Era la segunda muerte en mi infancia y primera vez que verdaderamente notaba un vacío en mi vida, como si me hubiesen arrebatado una pequeña parte de mi ser que se encargaba de tenerlo todo en orden, la comida caliente y encima traía el café.
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