Sabes que tienes que hacerlo. Todo tu cuerpo te lo pide. Notas como sale de tu interior, parece que en tu estómago. Los sientres subir haciéndose camino, por todo tu tubo digestivo. De repente, llena tus pulmones tu haces un esfuerzo inhumano para que salga de allí. Sin embargo, cuando llega a tu boca, desaparece. Como si nunca hubiese estado en tu cuerpo. Y entonces te sientes desnudo y amenazado. Millones de ojos en los que nunca antes te habías fijado se clavan en tí. Sus miradas te hieren y te hacen acurrucarte. O al menos, te hacen desear acurrucarte, pero no puedes hacerlo porque sabes que será peor.
Nadie dice nada, el silencio sólo se rompe por los latidos de tu corazón, que te están dejando sordo. De repente intentas volver a generar ese impulso; tu cerebro crea frases y las envía hacia abajo para que se formen en tu estómago y vuelvan a hacer el recorrido. Pero esta vez es peor. No sientes tu cuerpo lleno de palabras, si no de cosquilleos y picores que te hacen moverte de forma extraña, pareces un contorsionista, pero en realidad intentas rascarte el pecho... por debajo de la piel. Te concentras y consigues generar las palabras, las ansiadas palabras, pero tu boca se secado por completo y la lengua se te pega al paladar. Donde querías decir buenas tardes has producido un sonido ininteligible, más parecido al grito agónico de una rata afónica.
Es entonces cuando sientes el verdadero pavor. tu cabeza da vueltas y los que en tus ensayos veías como simpáticas personas se convierten de repente en el tribunal de la inquisición. Te han cortado la lengua y pretenden que hables en tu defensa. Y tu lo intentas, lo intentas por todos los medios mientras ves como encienden la hogera y se frotan las manos. Vuelves a la realidad y te encuentras de pie en un auditorio. Que mal viaje, piensas.
Te decides a empezar de una vez. Bebes un vaso de agua, y otro, y otro más y por fin empiezas. buenas tardes, dices. Vocalizas perfectamente y tu tono de voz es atractivo. Miras a sus caras y parecen haerse puesto igual de contentos que tú por esa pequeña victoria. Eso te dá animos. Perdonad por haber tardado tanto en empezar, prosigues, pero es mi primera charla ante tanto público. Ellos te sonríen con complicidad y tu te sientes agusto. Finalmente cuentas toda tu conferencia, todo el tema. Te aplauden y te hacen preguntas. Tu las respondes y te creces.
Al final del día vuelves a casa satisfecho. Sabes que a la mitad de ellos no les interesaba el tema y que a los que les interesabe no se han enterado ni de un cuarto. Sin embargo estás satisfecho, has luchado contra tu miedo interior, contra un miedo que nadie te había enseñado a vencer, ni siquiera esa curso de oratoria tan divertido. Pero aún te queda algo por hacer.
Sin prisa te diriges al salón y miras al tipo del espejo. Se vé estúpido, con la frente sudada y el pelo despeinado. Parece un fantoche. Decoras mentalmente tu reflejo con mucho público, como te enseñaron a hacer, y lo imaginas intentando hablar para todos ellos. Está nervioso y no le salen las palabras. Eres patético, pareces un pollito indefenso rodeado de lobos, le gritas, !espabila o te van a merendar!. Y entonces le pegas un fuerto puñetazo al cristal y rompes tu reflejo. Tu has vencido y el no. Has perdido ese miedo escénico. Felicidades. Ya puedes volver a tu estudio y encerrarte otros cinco años para escribir otro libro que te haga famoso. Ahora ya sabes enfrentarte al público.
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