Gema no vivía sola, pero tampoco acompañada, al menos no realmente acompañada. Vivía en un piso de alquiler con otras dos compañeras, pero casi nunca las veía pues le encantaba pasar varios días seguidos en su habitación sin salir de ella. Y si lo hacía, era sólo para ir a clase y volver. Ni siquiera para comer salía, prefería traer la comida de la calle y tomarla en su cuarto.
Aunque a sus compañeras este comportamiento no les parecía nada normal, la respetaban y procuraban no opinar sobre sus hábitos. Simplemente hacían como si eso fuera normal y si, alguna vez se la cruzaban por la casa, la trataban como si fuesen las mejores amigas del mundo y conviviesen en perfecta armonía.
A Gema no le gustaba que sus compañeras nunca le prestasen atención. No es que se encerrase en su habitación para llamar la atención, si no más bien lo contrario: se encerraba allí para no molestar a nadie con sus problemas y llantos. Y es que pasaba casi todo el día llorando. Sin embargo nunca jamás nadie abrió la puerta de su habitación para ver que le pasaba. Nunca jamás nadie en esa casa la abrazó y la acunó como hacía su madre cuando Gema era una niña y lloraba.
Se sentía sola, muy sola. No es que nunca hubiese tenido amigos, si no que fue perdiéndolos poco a poco. Ninguno de ellos la entendía, muchos pensaban que estaba loca. Ella no se molestaba en corregirles y se conformaba con verlos alejarse poco a poco hasta que ya no llegaban apenas a saludarse cuando se cruzaban por la calle.
Pero un buen día, sin avisar a nadie, tomó una arriesgada decisión: no volvería a estar sola. Planificó punto por punto su plan para no tener más que llorar. Lo primero que hizo fue inventarse unos amigos. No es que pensase acompañarse de ellos, si no utilizarlos como una excusa para ser un poco más sociable. Simulaba que esos amigos la llamaban por teléfono y ella salía al pasillo de la casa para hablar con ellos, de forma que sus compañeras escuchasen como quedaba con ellos.
Su siguiente paso fue pasar por esa habitación tan hostil que era el salón de casa. Se marcó el objetivo de estar allí, al menos, una hora al día. Sus compañeras descubrieron, poco a poco, que había alguien más allí y empezaron a hablar de sus cosas con ella. Eso parecía hacerlas felices. Sin embargo a Gema no le importaban lo más mínimo los temas banales de los que hablaban, pero se aguanta y se hacía la interesada.
Un día, decidió preguntarles si podía salir de fiesta con ellas, pues sus amigos no iban a salir esa noche. No les pareció mal. Las tres salieron y se emborracharon y lo pasaron bien. Una de ellas ligó, las otras dos se reían de ella diciéndole que el chico tenía cara de rana.
A la mañana siguiente, aún resacosa, Gema recapacitó sobre la noche anterior y se dio cuenta de que no lo había pasado especialmente bien, pero se aguantó y comentó con sus compañeras que fue una gran noche.
Han pasado ya años desde aquello. Gema se integró perfectamente con sus compañeras y luego con los amigos de estas. Sin embargo, nunca fue tan feliz como antes. Simuló ser una persona normal que se lo pasa bien según las normas pactadas de la sociedad. Pero en secreto añoraba aquellos tiempos en los que, encerrada en su habitación, entre lágrimas y depresiones, era feliz imaginándose una vida diferente en la que se divertía saliendo de fiesta y haciendo todas esas cosas que se supone los jóvenes deben hacer.
Éste relato fue publicado originalmente en microrelatos, un blog de Jl García Íñiguez en el colaboro siempre que puedo.
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